En los últimos años hemos sido testigos de importantes
cambios, sobre todo estructurales, en las universidades españolas. Sin embargo,
estos cambios no son producto de la reflexión pedagógica ni tienen como objeto
mejorar la sociedad actual, todo lo contrario, se dirigen hacia la recurrente y
retórica finalidad de la adecuación al mercado laboral mediante el desarrollo
de competencias profesionales y la promoción de valores como la adaptación y la
flexibilidad.
Del interés por el conocimiento de la naturaleza y la
sociedad en las primeras universidades medievales europeas, hemos pasado al mero
interés mercantil, rindiendo este espacio de formación y cultura al capital,
mediante el aumento de los intereses privados en la educación universitaria y
el vigente Plan Bolonia o Espacio Europeo de Educación Superior (EEES).
Sin duda, las universidades del estado español necesitaban
un profundo cambio en muchos aspectos, pero lo más probable es que el ubicuo
EEES no haya sido el mejor enfoque que se pudiera haber adoptado. La
posibilidad de que las empresas privadas contribuyan a la financiación de la
universidad pública, puede tener como consecuencia la orientación de las
investigaciones basándose únicamente en criterios de rentabilidad. Por otro
lado, existe un exponencial aumento de los préstamos bancarios para desarrollar
los títulos universitarios, en vez de potenciar el sistema público de becas.
Por último, se ha desarrollado una obsesión enfermiza por hacer encajar los
estudios superiores es el sistema capitalista, objetivo loable si no fuera por
la podredumbre crónica de dicho sistema que se sustenta en la injusticia y el
sufrimiento de las tres cuartas partes de la población mundial.
Educativamente hablando, se destaca la necesidad de que la
formación sea realista, basada en competencias y no en conocimientos, que se
dejen de lado las clases magistrales para fomentar el aprendizaje autónomo y
continuo de los estudiantes y que se aprovechen las posibilidades de las nuevas
tecnologías, es otras palabras, el típico discurso de buenas intenciones de
todas las reformas educativas que suele transformarse en la máxima gatopardista
del “cambiarlo todo para que todo siga igual”.
Se está modificando la organización, las denominaciones y
los planes de estudios, pero en ningún caso se logrará una mejora efectiva si
continuamos con los males endémicos de las actuales universidades, como la nula
exigencia en la formación didáctica del profesorado universitario, el
progresivo aumento de la competitividad entre instituciones universitarias o la
designación como únicos criterios de éxito los indicadores cuantitativos transferidos
de la ideología neoliberal del culto a la excelencia empresarial.